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jueves, 21 de octubre de 2010




Esta tarde me he puesto a pensar la suerte que tengo por tener a grandes amigos cerca. Y sí, lo puedo decir bien alto, estoy muy contenta porque cuando en una etapa de tu vida no lo has estado, lo valoras más. Es una pena que algunos no puedan pasar por todas las etapas de una amistad para darse cuenta de lo que estoy diciendo. No cambiaría a ninguno de ellos porque cada uno me aporta algo fundamental, para que en la medida de lo posible, pueda ser mejor persona.


También he sabido comprender que hay diferentes tipos de amigos y que no todos pueden estar en el mismo nivel y en el mismo momento. Los buenos amigos, eso si, todos lo sabemos, se cuentan con los dedos de una mano y sobran dedos. Aquellos que te comprenden, les cuentas las penas, las alegrías, te ayudan a remontar en los momentos más difíciles, creen en ti aunque la fastidies a la enésima potencia o simplemente te arrancan una sonrisa. Esta tarde hablando con una amiga he llegado a la conclusión de una cosa importante que hasta ahora no había pensado y lo quería expresar aquí. De vez en cuando hay que bajar a los amigos de los peldaños más altos porque corres el peligro de que siempre te vean ahí. Y lo más importante que no sepan darse cuenta de que sigues ahí.

No sé si la conclusión la expresaré correctamente. Si no que cada uno reflexione como le parezca o crea. Lo que tengo claro es que poco a poco iré subiendo a muchos y muy buenos que acabo de bajar. Al fin y al cabo esto es una especie de noria que siempre da vueltas, unos deciden no viajar más y otros se suben para disfrutar

domingo, 17 de octubre de 2010

La fuerza de una sonrisa


Hace casi una semana me ocurrió una cosa que cambió mi manera de ver muchas cosas. Estaba en un pueblo de México, famoso por su plata, intentando comprar algunas pulseras para traerme de recuerdo a España. Era un lugar muy pintoresco lleno de casitas blancas que se extendían sobre una montaña. Sus calles contrastaban con los casas con un enorme colorido y por ellas discurrían taxis sin parar.

Mis amigas y yo anduvimos toda la mañana en busca del souvenir perfecto. Cuando era la hora de marchar, aceleradas por el ataque de consumismo que nos dio ... ¡Esto me gusta, esto es muy caro, esto me lo merezco, esto es una pasada, esto a mi madre le va a gustar, esto a mi fulanito también! En fin, 7 mujeres casi al borde de un ataque de nervios unas más que otras … decidimos poner rumbo a Acapulco. Pero algo me paro en el camino antes de llegar a la “camioneta” que nos esperaba en el hotel. Alguien me pregunto que si quería un paquete de tabaco, me gire pero no vi a nadie. ¿Quiere Tabaco? La pregunta merecía agachar la cabeza y no precisamente aferrada a una reverencia.

Era una niña de unos cuatro o cinco años. Era morena, delgadita y llevaba un vestido bastante sucio. Sobre su mano una cesta con chicles y tabaco para vender. Cuando la mire no paraba de sonreír y sus ojos transmitían una dulzura infinita. Me agaché y la niña se acerco cogiéndome del brazo. Le dije si me daba un beso y movió su cabecita con ansia diciéndome que sí. Aquella niña me impacto y no es el único niño al que vi vendiendo cosas. Sé que en muchos países desgraciadamente es común ver a niños vendiendo en la calle pero a esa niña no me la puedo sacar de la cabeza. Su sonrisa me impacto aunque yo en ese momento hubiese querido llorar. Era el claro ejemplo de que nunca hay que dejar de sonreír. Estoy segura que pese a su edad nos daría una lección a muchos de la parte positiva que tiene la vida.
No se movía por lo material, como la mayoría de los niños de su edad aquí, sino por lo más bonito que hay en el mundo que es el sentimiento. No sé su nombre y aunque sé que nunca más la volveré a ver, un trocito de mi alma se ha quedado en su sonrisa para siempre.
Allá dónde esté, le deseo que sea feliz.